«Dios ha querido dejar al hombre en manos de su propia decisión, para que así busque espontáneamente a su creador y, adhiriéndose libremente a éste, alcance la plena y bienaventurada perfección» (Constitución Pastoral Gaudium et Spes, 17 ). 

Con este texto fruto del Concilio Vaticano II, recordamos que la libertad es un don de Dios para con los hombres, que se nos entrega como muestra de su Amor. Sin embargo, esta libertad se nos da como una semilla que hemos de trabajar y madurar para que a través de ella podamos luchar por alcanzar la plenitud, por buscar la unión íntima con Dios que es a lo que nos llama Él (CIC 2014). 

Justamente por tratarse de una fuerza de crecimiento y de maduración (CIC 1731 ) que nos acerca a Dios, el maligno pone gran empeño en evitar desde todos los planos posibles, que logremos desarrollarla, por lo que ha venido aniquilando la identidad más profunda del ser humano de ser creado a imagen y semejanza de Dios,  reduciendo al individuo a un ser aislado (con una capacidad mutilada de entrar dentro de sí y de relacionarse de manera auténtica con los demás), degradado (que niega la verdad fundamental de haber sido creado como hombre con masculinidad o mujer con feminidad), oprimido (sin deseo de trascendencia y subyugado al servicio de los «poderosos» del mundo) y, por lo tanto, fácil de manipular a su antojo. 

En este momento de la historia resulta imperativo que nos preparemos para el gran reto que tenemos de madurar nuestra inteligencia y nuestra voluntad, potencias espirituales que nos llevan a la libertad (CIC 1705) para reclamar nuestra identidad de hijos de Dios libres para amar en un mundo esclavizado.